no les importamos nada.
Amanecen sin nosotros, se duermen tranquilas,
reciben encantadas el hablar de otros extraños,
sus paseos de turistas,
sus fotos, sus secretos y sus días.
pasajeros rezagados
no esperan ellas nuestros pasos.
Soportan otro otoño de lluvias
sin vernos correr entre portales,
tapándonos con bolsas los cabellos
o asumiendo que no siempre
uno consigue un paraguas.
nos las llevamos en el avión de vuelta
debajo del asiento delantero,
las ciudades de cafés solitarios
de hoteles amables, de permisos
para múltiples identidades.
las fallidas promesas de regreso,
los gritos de odio y las falsas huidas.
Nos guardan en sus plazas nuestra historia;
saben que al cruzar ciertas esquinas,
al corazón se le olvidará un latido
porque en todas las ciudades, la piel
recuerda y se eriza al volver a pisar
las mismas calles donde sufrimos un accidente,
donde nos despedimos,
donde cada vez que pasamos,
unos labios vuelven a besarnos
y nos vuelven a salvar la vida.
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